domingo, 25 de octubre de 2015

UNA DE CALLOS

Hoy me he levantado bravo. Tal vez cansado de tanta mansedumbre en los fogones que nutren nuestras mesas en la restauración pública. Por eso acudo a la casquería, que es como acudir a las mismísimas entrañas de una realidad gastronómica, que creo a la deriva en muchos de nuestros fogones.
Una realidad que comienza con el abandono, casi ya puedo hablar de desaparición de nuestras plazas de abasto, de nuestros mercados. Es de ahí, de esos mercados, de esas plazas es de donde se nutren, desde la honestidad de los productos, los fogones y las mesas.
Los grandes movimientos gastronómicos de nuestro país, con lo que ello ha significado en  riqueza y dinamismo de las economías locales, serían impensables sin esas plazas de abastos. A ellas han acudido, acuden a diario, los grandes transformadores de la gastronomía española. Inolvidables las imágenes del desaparecido Ramón Cabau en La Boquería, las de Juan Mari Arzak recorriendo los puestos del mercado donostiarra de La Bretxa o los más recientes en incorporarse a ese firmamento de la gran cocina como pueden ser Manuel de la Ossa, en su restaurante Las Rejas de Las Pedroñeras, o Ángel León, en Aponiente. Ellos han hecho del territorio que les rodea su gran despensa, han sabido además beber de una tradición de la cocina pastoril y de subsistencia, en el caso de De la Ossa, y de una cocina marinera, en el caso de Ángel León.
Todos los que iniciaron el movimiento de la cocina de mercado y los que, a lo largo de los últimos años, se han unido a él han conseguido demostrar que la cocina de verdad surge de ahí al lado, de los productos que nos son cercanos y de las cocinas de nuestras madres.
De las cocinas de Montserrat y de Marisa nos llegan los hermanos Roca, en Girona, y Francis Paniego, en Ezcaray. También aquí podemos incluir a Amparo Moreno de Casa Ciriaco, en Madrid, un siglo de gallinas en pepitoria y callos a la madrileña en su memoria de familia.
De esas cocinas, de esas memorias, de esos productos y de unas ganas enormes de experimentar y de cambiar las cosas sin perder el norte, sin soltar el hilo de la memoria culinaria, y con una formación permanente, sin duda extraordinaria, surge el gran momento gastronómico que vive nuestro país.
Y en Extremadura ¿dónde estamos? En Extremadura, como en tantas otras cosas, perdidos, muy perdidos, hay excepciones, claro que las hay, Atrio y algún otro son algunas de ellas, pero a diferencia de lo que ha pasado en otras regiones no hemos sabido crear una cultura del buen hacer y del buen comer que obligue a los restauradores a estar cada día en la exigencia. Aquí nos hemos creído que con comprar la Capitalidad Gastronómica ya se obra el milagro y eso no es así. Resulta penoso acudir a nuestros restaurantes y ver lo que en muchos de ellos nos ofrecen en sus cartas. ¿Dónde están los gazpachos de poleo, las revolconas, las ensaladas de patatas fritas, las chanfainas, las migas, los mojes de peces, las sopas de tomate, la sangre encebollada, las lecherillas, las turmas, las pulardas, los faisanes, los gallos de corral, los arroces y las alubias con liebre, las perdices, los conejos, los asados y los frites de cabrito o de cordero, los pichones… dónde los repápalo salados y dulces, las mormenteras, las cazuelas de arroz, los borrachuelos…?
En fin, que estamos muy lejos de sentar de verdad las bases de una cocina surgida de nuestro entorno, de nuestras tradiciones, y sí, hay sitios que están en ello pero son tan pocos que casi no se les ve.

Me quedo con el empeño que pone Antonio Parra en El Rinconcillo y su “Cocina de la Dehesa”, en Monesterio, o el buen hacer en Hurdes y La vera, La Serena, también en la parte de La Raya de Badajoz, donde sí parece que han salido al encuentro del producto, de la tradición y de la curiosidad por las cosas de comer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario