No quedan
lejos de Cáceres los Barruecos, el lugar que enamoró al genial Vostell hasta quedar atrapado por sus
espejos de agua, preso por sus pétreos gigantes. Recorrer los senderos de este
paraje natural es acudir a sensaciones llenas de sosiegos extraordinarios. Los sonidos
de esquilas, de abubillas, el crotar de las cigüeñas que anidan en las
imponentes rocas nos acompañan, y al fondo siempre el agua, el agua de la charca
del lavadero de la lana.
El lavadero,
ingenio industrial de la antigua Mesta, es ahora uno de los lugares más
sorprendentes en un viaje por Extremadura. Penetrar en sus salas e ir
descubriendo la fuerza creadora del artista es una experiencia que en algunos
momentos alcanza el desasosiego, también la quietud. Es como una montaña rusa
en el ánimo de quienes traspasan sus puertas. Y del sube y baja, la necesidad
de atrapar el aire en los pulmones. De nuevo el agua, el paisaje, la calma de
las esquilas…Y aquí, en ese
sonido de esquilas, Antonio, el amigo, el compañero, el que con sus palabras lo
incendiaba todo, el que fue capaz de engendrar la locura de un museo que no
admite indiferencias.
Sí, la memoria de Antonio Jiménez en estos espacios a los
que acudió para su último viaje lo puede todo. Hasta mí llega la pasión con la
que me hablaba de la gestación de esta locura Vostelliana, de cómo hasta
Malpartida llegaron los fondos de la revista Índice, la gran revista cultural,
política, humanista… que nos acompañó en los últimos años del franquismo y los
primeros de la Democracia ,
y que editaba el extremeño Juan Fernández Figueroa. Él nos acercaba desde las
páginas de Índice a autores tapados, olvidados, malditos para un régimen que se
nos resistía obstinado en su crueldad. Ahí estaban Juan Ramón, Azaña, Ramón Gómez
de la Serna ,
Marañón…
Sí, Los Barruecos
me arrastran a muchas memorias. También a ensoñaciones, a viajes apasionados, a
mundos desconocidos e inventados que comparto a mi antojo y a mi libre albedrío
como en un happening íntimo y
personal en el que siempre apareces y
desapareces.
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