No fue hasta pasados más de doce
años cuando Juanito Alegría supo el porqué de aquel temblor que sintió justo
cuando en la gran portada del templo parroquial apareció la figura de san
Sebastián Valeroso sobre las andas cubiertas de laurel. Ahora, y ya después de
haber sentido de nuevo aquel temblor y toda aquella llamarada de fuego en las
mejillas, sabía que no fue el torso desnudo y asaetado de Sebastião lo que le produjo
aquella sensación que tanto le turbó. Todo esto le vino a la memoria mientras
se entregaba en un primer y apasionado beso a su profesor de ciencias naturales
Juan Antonio Luengo. Entonces, en medio de ese nuevo volcán, aparecía y
desaparecía el torso desnudo y asaetado de Sebastião portado
en andas por los jóvenes quintos y allí la hermosa figura de Alejandro Dueñas,
vestido con un impecable e inmaculado traje de alférez de la Marina. Sí , fue la
figura de Alejandro Dueñas la que le produjo aquel estremecimiento, la que puso
fuego en sus mejillas y dudas, todas las dudas, cada vez que Carmencita
Valcárcel se le acercaba por la espalda en la biblioteca del instituto para
pedirle unos apuntes, y sentía entonces cómo los pechos de Carmencita parecían
acurrucarse en su espalda. Entonces, en ese instante sin saber por qué, de
nuevo el torso desnudo y asaetado de Sebastião,
las manos fuertes y poderosas de Alejandro Dueñas sujetando las andas y la
enorme sonrisa del marino bajo la gorra de plato donde podía leerse en letras
doradas “Galatea”. Después, la ronda de quintos, los vasitos de vino, de
gloria, de aguardiente, los turrillos que Juanito Alegría siempre llama Sebastiãos…
En una cazuela ponemos a cocer el
agua con la cáscara de naranja, el laurel, los clavos, el anís, la canela y la
sal. Dejamos hervir a fuego suave hasta que haya reducido a algo menos de la
mitad. A continuación pasamos el agua por el chino y la vertemos en un cuenco
donde ya tenemos la harina, echamos también el aguardiente y el aceite. Es el momento de hacer el amasado. Ya con la masa
elaborada dividimos en pequeñas bolitas del tamaño de una albóndiga, que iremos
estirando primero con las manos y después ayudados por un rodillo, damos la
forma y pasamos a freír en aceite abundante. Por último se les añade el azúcar
ó la miel.
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