UNA DE CALLOS
Hoy me he
levantado bravo. Tal vez cansado de tanta mansedumbre en los fogones que nutren
nuestras mesas en la restauración pública. Por eso acudo a la casquería, que es
como acudir a las mismísimas entrañas de una realidad gastronómica, que creo a
la deriva en muchos de nuestros fogones.
Una realidad que
comienza con el abandono, casi ya puedo hablar de desaparición de nuestras
plazas de abasto, de nuestros mercados. Es de ahí, de esos mercados, de esas
plazas es de donde se nutren, desde la honestidad de los productos, los fogones
y las mesas.
Los grandes
movimientos gastronómicos de nuestro país, con lo que ello ha significado
en riqueza y dinamismo de las economías
locales, serían impensables sin esas plazas de abastos. A ellas han acudido,
acuden a diario, los grandes transformadores de la gastronomía española. Inolvidables
las imágenes del desaparecido Ramón Cabau en La Boquería , las de Juan
Mari Arzak recorriendo los puestos del mercado donostiarra de La Bretxa o los más recientes
en incorporarse a ese firmamento de la gran cocina como pueden ser Manuel de la Ossa , en su restaurante Las
Rejas de Las Pedroñeras, o Ángel León, en Aponiente. Ellos han hecho del
territorio que les rodea su gran despensa, han sabido además beber de una tradición
de la cocina pastoril y de subsistencia, en el caso de De la Ossa , y de una cocina
marinera, en el caso de Ángel León.
Todos los que
iniciaron el movimiento de la cocina de mercado y los que, a lo largo de los
últimos años, se han unido a él han conseguido demostrar que la cocina de
verdad surge de ahí al lado, de los productos que nos son cercanos y de las
cocinas de nuestras madres.
De las cocinas
de Montserrat y de Marisa nos llegan los hermanos Roca, en Girona, y Francis
Paniego, en Ezcaray. También aquí podemos incluir a Amparo Moreno de Casa
Ciriaco, en Madrid, un siglo de gallinas en pepitoria y callos a la madrileña
en su memoria de familia.
De esas cocinas,
de esas memorias, de esos productos y de unas ganas enormes de experimentar y
de cambiar las cosas sin perder el norte, sin soltar el hilo de la memoria
culinaria, y con una formación permanente, sin duda extraordinaria, surge el
gran momento gastronómico que vive nuestro país.
Y en Extremadura
¿dónde estamos? En Extremadura, como en tantas otras cosas, perdidos, muy
perdidos, hay excepciones, claro que las hay, Atrio y algún otro son algunas de
ellas, pero a diferencia de lo que ha pasado en otras regiones no hemos sabido
crear una cultura del buen hacer y del buen comer que obligue a los
restauradores a estar cada día en la exigencia. Aquí nos hemos creído que con
comprar la Capitalidad
Gastronómica ya se obra el milagro y eso no es así. Resulta
penoso acudir a nuestros restaurantes y ver lo que en muchos de ellos nos
ofrecen en sus cartas. ¿Dónde están los gazpachos de poleo, las revolconas, las
ensaladas de patatas fritas, las chanfainas, las migas, los mojes de peces, las
sopas de tomate, la sangre encebollada, las lecherillas, las turmas, las
pulardas, los faisanes, los gallos de corral, los arroces y las alubias con
liebre, las perdices, los conejos, los asados y los frites de cabrito o de
cordero, los pichones… dónde los repápalo salados y dulces, las mormenteras,
las cazuelas de arroz, los borrachuelos…?
En fin, que
estamos muy lejos de sentar de verdad las bases de una cocina surgida de
nuestro entorno, de nuestras tradiciones, y sí, hay sitios que están en ello
pero son tan pocos que casi no se les ve.
Me quedo con el
empeño que pone Antonio Parra en El Rinconcillo y su “Cocina de la Dehesa ”, en Monesterio, o
el buen hacer en Hurdes y La vera, La
Serena , también en la parte de La Raya de Badajoz, donde sí
parece que han salido al encuentro del producto, de la tradición y de la
curiosidad por las cosas de comer.